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viernes, mayo 03, 2024

El secreto

 


El Gatopardo es una novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa en la que se incluye la famosa sentencia que viene a decir: “Que todo cambie para que todo siga igual”. La gran obra fue rechazada por un par de editoriales y se publicó, por una tercera, a título póstumo. También fue llevada al cine por Luchino Visconti y está considerada como una obra maestra.


Cuentan que el director italiano fue muy minucioso y cuidó muchos detalles durante el rodaje. Una anécdota es que ordenó llenar los armarios con prendas de la época. Los actores y demás trabajadores estaban perplejos. Los armarios no se abrían en ningún momento; no se mostraba su interior. A Visconti no le importaba qué prendas se guardaran. Tampoco la talla, ni el color, ni la forma de los elementos textiles guardados. En cambio, era muy exigente en el sentido de que se tratase de algo susceptible de ser acomodado en un armario. En todo caso insistía en que debía de tratarse de algo de la época en que transcurre la historia. Con ello, el director esperaba dar mayor autenticidad a su película; lograr que fuera más creíble.


Era una especie de secreto, pero que conocía todo el que intervenía en el rodaje. No así los cientos de miles de espectadores que la vieron una vez terminada. Para ellos sí que quedaba invisible.


Si reflexionamos, podemos llegar a la conclusión de que hay varios tipos de secreto. Éste, del que venimos hablando, sería tal por no mostrar algo a la vista. No obstante, cualquiera que abriera el armario podría descubrirlo; además de que muchos lo sabían.


Me recuerda a otro similar, en cierto sentido, en que un ejemplar padre de familia fallece. Ahora no recuerdo quién fue, pero me explicaron que se trataba de un caso real. Tras expirar, su abnegada esposa, recogiendo las propiedades del fenecido, encuentra un cofre que no conocía. Lo abre y comprueba que, efectivamente, era de su cónyuge. En el interior hay varias fotos de los padres del finado, del día en que contrajo matrimonio, de sus hijos… Algunos recuerdos. Pero lo que más le sorprendió fue encontrar una medalla al mérito militar con su nombre. La mujer sabía que su marido había estado en el ejército; que había participado en alguna batalla. Lo que ignoraba es que hubiera merecido una distinción por su valor. La condecoración llevaba grabado su nombre.


En un gesto de máxima humildad, el protagonista de esta anécdota, había mantenido en secreto aquella distinción. Él sí que conocía su valor; para qué iba a ir presumiendo de ello. Los que le conocían personalmente también sabían que era un hombre valeroso. Simplemente no mantuvo a la vista la medalla. La ocultó.


Una cosa es hablar con el corazón en la mano, con franqueza y con sinceridad. Otra, muy distinta, ser sensiblero; dejar que el ego hable por uno, es decir, impedir en el otro los juicios de valor e intentar dárselos ya hechos. Pretender hacer que piense lo que uno quiere que piense.


En estos dos ejemplos, hay una ocultación que viene a estar más cerca de la humildad que del engaño que tienen otro tipo de secretos.


Habitualmente, se suele recurrir al secreto para que una persona siga haciendo algo de una manera determinada. Que no se entere de una circunstancia o cosa que pudiera hacer que su conducta variase en perjuicio de quienes mantienen el encubrimiento. Además, los conspiradores suelen prejuzgar lo que haría un tercero en el futuro. Eso nos lleva a un tipo de personas a las que no parece afectar el secretismo. No son dados a su práctica, no los utilizan ni son cómplices con ellos, ni siquiera parecen variar sus conductas una vez conocen alguno. Hay pocos así, pero los hay.


Quisiera hablar de un tercer caso real que me contaron y me impresionó, casi tanto como a quien me lo contó. De hecho conocí la anécdota hace muchos años y no la he olvidado.


Se trata de un nieto que va a ver a su adorado abuelo al hospital. El anciano está muy grave y parece encarar sus últimos días de existencia. Se trata de un hombre duro, que ha experimentado todo tipo de calamidades y se supo sobreponer a todas ellas. Un hombre generoso, siempre dispuesto a compartir lo suyo con los demás. Pese a ello, ningún sentimiento religioso le movía. Al contrario, presumía de ser ateo y, sobre todo, no apreciaba nada lo que él consideraba aparato de la Iglesia.


Un día, el abuelo se encontraba especialmente débil. Los médicos anunciaron que de un momento a otro se produciría la despedida. Tanto fue así, que acudió a la habitación un sacerdote a administrar la extremaunción al enfermo.


El nieto permaneció en la estancia con los ojos abiertos como platos. Conocía las ideas de su abuelo y esperaba que en cualquier momento el corajudo hombre diera un manotazo al aire negándose a recibir el sacramento, o algo por el estilo. Pero, para su sorpresa no fue así. Con voz apagada contestó “amén”, abrió la boca y se tragó la ostia consagrada que el eclesiástico le ofrecía.


Al chaval casi se le salen los ojos de las órbitas de tanto que los abrió. No creía lo que acababa de ver.


En cuanto quedó a solas con su abuelo le preguntó: Pero abuelo, no era usted ateo.


Su yayo le contesto: Y lo sigo siendo. No me iba a poner a discutir en estos momentos con ese hombre ¿no?


¡Magnífico ejemplo! ...¿No?

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editado por...Wladi Martín @ viernes, mayo 03, 2024
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