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Cuñadismo

Me dio por buscar en el Google la palabra “cuñadismo” y resultó que la encontré en el Wiktionary. Allí se dice: Tendencia a expresar opiniones sobre cualquier tema, habitualmente de manera desinformada, únicamente a partir de la experiencia individual o con la intención de quedar por encima de otras personas.

Con este preámbulo se entenderá mejor este escrito.

Cuando uno escribe, normalmente suelta algo que lleva dentro. Es la comunicación. No confundir con la información con la que, a veces, comparte origen, pero no siempre.

En ocasiones uno elige sacar (fuera, como dicen en la tele) sentimientos que bullen en el interior de uno mismo. Llámalo ira, llámalo malestar. La cosa es utilizar el vomitorio que proporciona la escritura para sentirse mejor. Ya que a uno no le escuchan, al menos que lo lean. Lástima que no sean los mismos. Entre los que no escuchan algunos saben leer; incluso,de entre ellos, los hay que lo hacen. Leen. (Pocos).

Tengo comprobado que eso de escuchar es adorno de personas poco egocéntricas. Lo mismo que eso de mirar a los ojos cuando se habla a una persona es de gente franca; especie en extinción como los linces.

Hablando de linces, hablemos de cuñados. Se ha escrito mucho de ellos y son muchas las bromas y chistes al respecto. Si una especie parece condenada a desaparecer -los linces- la otra tiene firme salud –los cuñados-. Asemeja continuo crecimiento, esta última. Hablo desde la impresión personal, no me avala ningún estudio científico. No quiero, yo también, pecar de “cuñadismo”. Dios me libre. No quiero tener razón… aunque la lleve. Lo que quiero es no discutir. Estoy en ello.

Creo que era Mark Twain el que decía eso de que nunca discutas con un estúpido, pues te hará descender a su nivel y ahí te vencerá por experiencia.

Hace algunos años he desarrollado la costumbre de callar cuando se interrumpe una de mis frases. Seguramente, no era importante lo que intentaba decir; por lo menos no era importante para el que tapa mis palabras con las suyas. Es un claro síntoma de no estar escuchando. Eso es usual entre personas egocéntricas que sólo se saben escuchar a sí mismo, ya lo hemos dicho.

Otra cuestión contra la que estoy luchando, es esa de alterarme cuando se me quita la razón. Me engancho, pero cada vez menos.

Recientemente me contradijeron en un dato que formaba parte de mis recónditos recuerdos. Era una cosa sin demasiada importancia. Pongamos que yo decía haber estacionado un vehículo en determinado lugar justo antes de desaparecer éste, por robo. Se me discutía que no se dejó en ese lugar sino en otro. ¡Coño! Si lo aparqué yo. Si fui yo el que, desesperado, busqué el vehículo por si no recordaba bien donde lo dejé. Además… ¡qué mas da! Lo que está claro es que fue hurtado.

Me callé largo tiempo tras sentirme ofuscado. Ya ves qué cosas. Seguí la misma costumbre de la que antes he hablado: ofrecí mi silencio. Lo que pasa es que antes me refería a esa costumbre para los casos en que no se me deja hablar y ahora veo que la hago extensiva a cuando se me quita la razón.

En la misma velada se repitió el desautorizar mi memoria, pasados unos minutos, cuando ya entraba de nuevo en la conversación. Me quitaron la razón. Otra vez sobre algún profundo recuerdo (mío) que alguien tenía impreso en su mente de otra forma distinta. Ya he comprobado que hay múltiples realidades; que ésta depende del que la interpreta. Quizás por ello volvió a flaquear mi espíritu zen; que juro intento desarrollar. Yo también tengo mi realidad y, por lo visto, necesito un poco de respeto. Quizás el problema sea que se ponga en cuestión sistemáticamente cuanto recuerdo tenga, cuanto dato aporte a una conversación; conversación de lo más trivial (todo sea dicho de paso).

Es como cuando uno quiere contar un chiste y alguien, muy salado, interrumpe constantemente.

- ¡No, no… un homosexual no; un “mariquita” jajaja! (Todos ríen, pero el que trata de contar el chiste va perdiendo interés -es la quinta interrupción-; ríe poco). (Cuenta tú uno, joder, pero espera a que yo cuente el mío -piensa-).

Me molesta la gente que se expresa a grito pelado. Me carga que no me dejen acabar una frase. Me china que me quiten la razón. ¿A ver si voy a ser yo?

Es como el que circula por una carretera de una sola dirección. Todos los demás coches que va viendo circulan en su contra. Está seguro de haber visto la señal y que él la interpreta correctamente. Son todos los demás los que se equivocan. ¿Qué hacer?

Son muchos los experimentos sociales que demuestran que el ser humano (el hombre y la mujer –no me vayan a tachar de machista-) mienten o se saltan sus convicciones con tal de estar dentro de lo usual o habitual. En este tipo de situaciones, como la descrita más arriba con los coches circulando todos por prohibida, lo frecuente es que el único que circula correctamente cambie la dirección y se una a los demás para ir todos en el mismo sentido. A fin de cuentas somos animales gregarios – unos más que otros -. Necesitamos al clan. Somos parte de la masa. ¿Qué haríamos sin la aprobación de los demás?

Está uno viendo un partido de fútbol y llega un “cuñado”, que no tiene por qué ser hermano de tu cónyuge. Ser “cuñado” (en lo que aquí respecta) es una forma de comportarse no una condición genética. Por eso lo entrecomillo.

Pues bien llega el cuñado y se entabla una conversación al hilo de la emisión por televisión. Se intenta poner al día y para ello lanza algunas cuestiones. Se le dice que un equipo va ganando por un gol conseguido gracias a un penalti. El árbitro lo ha señalizado al ser derribado por la espalda, de un empujón, el jugador que iba a chutar en ese momento. Estaba sólo frente al portero. El autor del empujón, que estaba a su espalda, es expulsado al serle mostrada tarjeta roja. El comentarista explica que, el árbitro, para tal decisión, ha debido considerar que se malogró una ocasión manifiesta de gol.

- Eso no es tarjeta roja… si acaso penalti, pero nunca expulsión. Para echar a un jugador tiene que haber agresión.

- No sé. Eso es lo que ha explicado el comentarista. Yo no soy árbitro de fútbol.

- Ya, ya… pero nunca puedes dejar con diez a un equipo si no hay agresión por medio.

- No sé. Te repito que te he comentado lo que he escuchado.

Zurra que te dale, dale que te zurra. La conversación va subiendo de tono. Más bien es el “cuñado” el que parece cada vez más violento. Me parece de mala educación reírme. En un momento determinado me dan ganas. Para no hacerlo sigo hablando, pero cometo el error de engancharme. Al contestar parece que me opongo a esa norma que esgrime el “cuñado”. Parece que me opongo a la postura que defiende, con vehemencia, el que hemos llamado “cuñado”. Por fin consigo explicar que no le intento quitar la razón y sarcásticamente ofrezco redactar una misiva para hacérsela llegar al árbitro, en la que conste nuestra repulsa.

Las últimas palabras deben haber sido escuchadas. Parecen un bálsamo. Se abre una grieta.

- Igual han cambiado la norma este año.

Me acuerdo de lo de ir circulando y encontrarse con que todos los coches vienen de frente.

El caso es que en los siguientes momentos todo el que habla – incluido el “cuñado”-, utiliza palabras como “creo”, “a mi juicio”, “según entiendo yo”, “en mi opinión”… En fin, lo que debería ser normal (cuando se manda callar un poco al ego).

Lo malo es que no me siento nada orgulloso. Yo aún estoy zaherido por haber entrado en la discusión. Supongo que tengo que pasar de pantalla. Estoy en ello.

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