El mendigo y Calderón
Se acercó a una mesa de la terracita. En ella, una familia tomaba café, además del sol primaveral que calentaba con voluntad. Con su rostro torvo, que parecía contradecir su mirada afable, ofreció recitar algún poema.
Barba rala con alguna escama fruto de la vida a la intemperie, el anciano no parecía en mala forma. Caminaba sin ayudarse de muleta alguna y con cierta ligereza. Tal vez ayudase a ello su extrema delgadez fruto de la dieta del puedo. (Como cuando puedo, lo que puedo y si es que puedo… con las muelas que me quedan).
En su canosa y escasa barba había una evidente prueba de que ese día había desayunado. Una inequívoca mancha de café con leche adornaba su mentón. Parte del adorno había goteado hasta el cuello de la descolorida camisa que llevaba tiempo ha. El aseo no siempre se permitía minuciosidad ni en el albergue ni en la fuente del parque. Lo de lavar la ropa, por otra parte, era un lujo de otra época. Ya hacía años que llevaba la misma ropa y sólo la mudaba si encontraba alguna prenda en mejor estado o alguien se la regalaba.
El anciano volvió a ofrecer poesía a cambio de alguna limosna. Lo hacía sin dejar de mirar la tapa del aperitivo con el que se entretenía aquella familia.
Una de las mujeres, con mucha cortesía, declinó el ofrecimiento argumentando que estaban conversando y no estaban para poemas.
Casi al mismo tiempo, un varón del mismo grupo preguntó si los poemas que ofrecía eran propios.
El mendigo dijo que no. Que los tenía memorizados de García Lorca, Machado, Quevedo y otros.
Mientras rebuscaba en el bolsillo de la calderilla, el hombre le dijo que él conocía el fragmento del inmortal Lope -eso dijo-. Y, sin más, se puso a recitar:
Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía,
más pobre y triste que yo?;
y cuando el rostro volvió
halló la respuesta, viendo
que otro sabio iba recogiendo
las hierbas que él arrojó.
Al acabar la perorata que declamó afectadamente estiró la mano y ofreció un par de monedas al anciano. Éste las tomó y al mismo tiempo pidió las patatas fritas que quedaban en un platillo blanco. Se las dieron y las apuñó llevándolas a un bolsillo de su zamarra. Se despidió con una enigmática sonrisa, balbuciendo algo que ninguno de los comensales acertó a comprender.
Al mismo tiempo, muy cerca, pasaba un niño paseando de la mano de su mamá. Al ver la escena y escuchar la farfulla preguntó:
- Mamá. ¿Por qué ha dicho ese señor: Es de Calderón de la Mierda. Que ustedes tengan una vida llena de barca?
Etiquetas: literatura, poesia, reflexiones o así, wladi, wladiario, wlady


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