Reflexiones 'sotto voce'
Educa, educa... que algo queda
La educación de los niños viene a garantizar el deseo de los padres de perpetuar su existencia. En ese deseo se proyectan grandes frustraciones, grandes expectativas y casi ningún valor. Es lo común. Así viene sucediendo en el entorno en que me muevo y lamento tener que reconocerlo de esta manera. Son pocos los padres (las madres suelen ser más intuitivas) que educan para el futuro a sus hijos, olvidando el suyo, olvidando sus ganas de perpetuarse. No deja de ser un miedo a la muerte ese de intentar transmitir a un hijo un determinado estilo de vivir y no una forma de interpretar la vida.
Hay a mi alrededor multitud de seres insignificantes, gentes corrientes y sencillas –como yo- que no aciertan a descubrir que su gran victoria está en las pequeñas cosas (ver crecer a los hijos sanos y fuertes, por ejemplo). Hay multitud de personas sin brillo ni cualidades destacables que creen poseer algo secreto, algo oculto de gran valor que les sitúa por encima de sus propias expectativas, con el consiguiente desequilibrio. Son personas que casi siempre hablan en primera persona proponiéndose como ejemplos de lo que, en realidad, no son. Conozco padres enamorados de sus hijas con demasiada insalubridad como para comportarse ante ellas como lo que son: sus padres. Claro que también conozco a madres que se aterran al ver a sus hijas asomarse a la sexualidad (pubertad, más bien) y rivalizan con ellas tan pronto pretenden empezar a hacerse mujeres. Estas situaciones las viven (¡pobres!) personas mediocres que no se conocen y –mucho menos- se atreven a conocerse. Son gentes bien refugiadas en castillos sociales (coches caros, casas lujosas, aparatos de alta tecnología) y protegidos por corazas de prestigio (rol de vencedor o vencedora, capacidad de oír sin escuchar, habilidad para mirar sin ver, para hablar sin decir…)
Hace algunos meses, en una reunión de viejos amigos que hacía tiempo no se veían, cada cual daba cuenta de cómo le iba
La anécdota puede ilustrar dos formas de entender esto de pasar por aquí, antes de acabar en el hoyo o espolvoreado en algún lugar del Planeta. Desde luego, ya lo dijo Benjamin Franklin: “El que vive de esperanzas corre el riesgo de morirse de hambre”. Si la cuestión se dirimiera entre el entrenador deportivo ‘bien pagado’ por su aporte a la sociedad y la postura de la mujer que quería algo más para ir a por filetes a la carnicería, no cabe duda, la mujer gana y el entrenador moriría muy feliz (probablemente), pero muerto de hambre.
Claro que también dijo William Blake que “El que se alimenta de deseos reprimidos finalmente se pudre”. Probablemente esa podredumbre es altamente infecciosa y se contagia con suma facilidad, máxime a los congéneres más próximos; a los hijos. De eso estábamos hablando al principio.
Quizás la reflexión que nos trae hoy por aquí sea la de la falta de ideales, la falta de sentido de nuestras vidas. No hablamos de metas (ganar más, salir de la crisis, cambiar de coche, comprar el chalecito, hacerse con la tele de plasma, con el nuevo Ipod, perder esos kilitos, dejar de fumar, etc.) sino del camino a seguir hasta llegar a la única y definitiva meta: la muerte
Tras una excursión por la montaña volvemos a hablar de cosas como éstas. Pasa en la montaña y pasa en el mar. El hombre frente a la naturaleza; el hombre o la mujer, claro. Da igual que vayas con teléfono móvil si no tienes cobertura, da igual que vayas con tarjeta de crédito si no hay cajeros automáticos, da igual que te creas muy seguro, muy guapo o muy listo si sólo eres una brizna en
Así lo vimos en este mismo curso en una excursión a
Uno que no es creyente en el sentido que indica el diccionario, se acuerda en estos momentos de aquellas maravillosas palabras: “Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres”. Son legado de Rabindranath Tagore, el Nobel bengalí que también dejó otra hermosa frase con la que despedimos estas reflexiones:
“Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando”
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