Los mellizos y los flanes
Nacieron los dos a la vez. Eran mellizos y según los médicos, dentro de esta categoría, eran bicoriales biamnióticos. Es decir, que cada cual contó con su propia bolsa amniótica y su propia placenta al momento de ver la luz por primera vez. O sea, que, pese a ser muy parecidos, tenían argumentos sólidos para ser y sentirse individuales desde su gestación.
Menudo lío para sus papás dar explicaciones y satisfacer la curiosidad de los hermanitos.
Vayamos a lo práctico. Sus nombres, Oliver y Mateo, fue de las primeras palabras que confundieron cuando empezaban a hablar. Se liaban con eso de la identidad. Hasta ellos parecían cómodos con ser uno mismo y también “el otro”, a la vez. Era bastante habitual que Oliver respondiese por Mateo y viceversa, que Mateo lo hiciera por Oliver.
En la práctica, por muy mellizos que hubieran nacido, a medida que daban vueltas al sol, se iban distinguiendo el uno del otro; no eran gemelos. Un buen observador, podía distinguir entre ambos. Tanto más sencillo se volvió hacerlo cuánto más crecían. Sobre todo cuando la tarea de distinción se hacía con ambos hermanos presentes; los dos juntos. A medida que iban cumpliendo años uno se hacía bastante más grande que el hermano. Pero por separado y de chiquitines, era fácil caer en la confusión de tomar al uno por el otro. Especialmente al tratar de poner nombre a uno sin la compañía del mellizo.
Muy prontito empezaron a acudir a la guardería de su barrio. Luego, al crecer, fueron matriculados en un colegio también cercano a su casa. Allí se inscribieron a una de las actividades extraescolares, acorde con el carácter inquieto de los niños. Eran lo que se dice niños buenos, pero un poco trapisondas. En cuanto cumplieron los cinco añitos pasaron a formar parte de la bandada de chiquillos que practicaba yudo en aquel centro escolar.
La actividad se realizaba en el comedor escolar al que se conocía como salón multiactos. Para albergar las clases extraescolares, las mesas, tras la comida, se dejaban en los bordes del local y las sillas encima para dejar espacio en que colocar el tatami. Al fondo del local había una puerta que comunicaba con la cocina y solía tener una cadena bloqueada con un voluminoso candado. Era un colegio con cocina propia. Algunos platos se dejaban hechos de un día para el siguiente. Especialmente algunos postres.
En el citado colegio los mellizos de nuestra historia tenían por compañeros a unos trillizos, casi idénticos, entre sí. Eran Gorka, Aitor y Joseba, también niños buenos, pero dotados de una gran imaginación y provistos de extraordinarias dosis de energía. Juntos parecían seis en lugar de tres. Unidos a sus amiguitos, los mellizos, formaban una especie de enjambre infantil, valga la expresión.
Cuando se reunían los cinco eran imprevisibles. Lo que no se le ocurría a uno se le ocurría a otro. Eso sí: sus golpes se pueden definir como trastadas, no implicaban maldad alguna. Pero no dejaba de ser conveniente mantener una buena vigilancia sobre ellos.
Una de las tardes en que nuestros protagonistas se aplicaban al deporte de origen oriental es cuando sucedió la historia que ahora relatamos. Había muchos pequeños yudocas. Tantos que el profesor, pese a su experiencia, gastaba mucha energía en controlar al grupo. Claro que contaba con la ventaja de que los alumnos le querían y admiraban a partes iguales. Pese a todo, cayó parcialmente en la trampa que los inquietos Mateo y Oliver urdieron.
El profesor tenía por costumbre, cada vez que impartía una clase, contar al alumnado. Lo hacía mentalmente y sobre todo se fijaba en si el total era un número par o impar. Lo hacía para saber si eran los justos para aplicarse a algunos ejercicios que ordenaba realizar por parejas. En caso de ser nones él mismo se ofrecía a formar pareja con el niño que quedaba sin pareja.
Así lo hizo y se llevó el chasco de que los niños quedaban emparejados pese a creer haber contado 35. Volvió a pasar la vista por toda la superficie que formaban las colchonetas. ¡Nada! Se debía haber confundido. Eran 34. Igual empezaba a perder facultades.
Volvieron a cambiar de pareja y ésta vez resultaron ser impares, pero el total era de 33. Algo estaba haciendo mal el experto profesor. Así es que el voluntarioso hombre se puso a jugar precisamente con uno de los mellizos. Se refirió a él como Mateo y éste esbozó una enigmática sonrisa, dando a entender que era él.
Al volver a cambiar de pareja volvieron a ser pares. ¡Cosa de brujas!
El maestro empezó a dudar de sí mismo, pero también empezó a sospechar que algo raro pasaba. Le pareció detectar miradas extrañas tanto en los trillizos como en los mellizos. Nunca los veía juntos. Llegó a pronunciar en voz alta el nombre de ellos en distintas ocasiones. Siempre contestaba alguno; siempre con una enigmática sonrisa.
En un momento determinado, el monitor abandonó el extremo de la sala en que se situaba para tener a la vista la totalidad del tatami. Se fue al otro extremo, junto a la puerta de la cocina. Echó un vistazo casi de manera inconsciente y le pareció que se movía una de las hojas. Al principio le pareció imposible. Como queda dicho la dejaban atada con la cadena a cuyo extremo un candado ponía cierre. Se acercó para observar mejor. Entonces fue cuando se llevó la sorpresa de que la cadena sólo estaba superpuesta y el candado había desaparecido. Había paso franco y los inquietos Oliver y Mateo lo habían descubierto.
El profesor de yudo empujó la puerta que cedió sin dificultad. Casi en penumbra acertó a ver una escena que le produjo más risas que enojo. Un trillizo y un mellizo se aplicaban casi con gula a zamparse cada uno un flan sin molestarse siquiera en desmoldarlo.
El panorama era cómico. Junto a los niños en una mesa grande había unos seis o siete flanes que aún no habían sido deglutidos. Pero, también había una treintena de moldes vacíos con restos del sabroso dulce. La escena indicaba bien a las claras que la pandilla había dado buena cuenta de ellos.
Ahogando como pudo las risas el profesor se esforzó en mostrarse enojado para que los niños comprendieran que no estaba bien lo que habían hecho.
- ¡Pero bueno…! Dejad eso ahora mismo. ¿Qué habéis hecho con el candado?
- Nada profe. No estaba puesto cuando hemos llegado.
El profesor atrancó la puerta con una silla y volvió al tatami con los dos devoradores de flanes. No hizo ningún comentario para que no se enterasen los demás niños, que parecían ajenos a la picardía de nuestros protagonistas. Los chiquillos parecieron entender que era mejor no comentar nada.
Así las cosas, en la siguiente clase de yudo, el maestro preguntó a uno de los hermanos por lo que habían comido de postre. Ninguno de los protagonistas comía en el colegio. Así es que el hombre se dirigió a otro niño.
- Pues ha sido un rollo porque tocaba flan, pero por lo visto se estropearon y nos han puesto plátano.
Un día, muchos años después, cuando Mateo y Oliver ya eran casi adolescentes, hablaban con su papá. Ya eran fácilmente distinguibles y no sólo por el tamaño. Los rasgos faciales les hacían diferentes, sin dejar de tener parecido. Por alguna razón el padre conocía la historia de los flanes. Y eso, aunque ellos nunca dijeron nada. El padre estaba narrando al anécdota tal y como aquí queda narrada. Al acabar el relato, ambos chiquillos se miraron y sonriendo enigmáticamente clamaron a un mismo tiempo.
- Fue él.
Oliver señalaba con su dedo índice a Mateo. Mateo con el suyo a Oliver. Ambos a un mismo tiempo. Ambos esbozando su sonrisa enigmática.
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