Las hojas de la enredadera
Parece ser que los barracones de los campos de concentración en que
había mayor índice de supervivientes era en los que sus integrantes
tenían más fe. Se han hecho algunos estudios que apuntan a que los
tienen firmes creencias religiosas se aferraban mejor a la vida. En
definitiva, creo yo, que se referían, esos estudios, a los que más
esperanzas tenían; más confianza u optimismo (no sólo creencias
religiosas).
Eso me recuerda el caso, contrario, de Joseph H. Pilates. El creador
del método Pilates, tan en boga hoy en día, sufrió cautiverio
debido a su nacionalidad alemana en la Primera Guerra Mundial. El
caso es que se observó que donde él estaba se gozaba de manifiesta
buena salud, pese a las condiciones. Hay que decir que se ejercitaba
con cuanto tenía a su alcance (muchos de los aparatos de Pilates
recuerdan los elementos que podían encontrarse en uno de esos
barracones) y que a sus compañeros de cautiverio les enseñaba y
animaba a practicar esos ejercicios. O sea que también el estar bien
físicamente es un buen factor para sobrevivir. Otra cosa es que
sentirse bien (en lo físico) igual sube los niveles de la fe y
estamos en las mismas. Yo que sé.
Me acuerdo ahora de un cuento de Jorge Bucay que describe la
importancia de la fe.
Una niña fue un día al médico y expuso sus síntomas. Tosía con
algo de sangre, tenía dolores en el pecho, había perdido peso,
tenía fiebre, sudoraciones nocturnas…
Al cabo de unos días los análisis confirmaron las peores sospechas.
La niña tenía tuberculosis. Así que estaba prácticamente
confinada en su cama en su habitación. La ventana daba a la fachada
de la casa de enfrente donde crecía una enredadora que iba perdiendo
las hojas, dado que se encontraban en invierno. Cada día que pasaba
se iban cayendo algunas hojas más.
La niña se refirió, trágica, a la enredadora. Le dijo a su mamá
que se encontraba cada vez más débil. Establecía conexión con la
planta de la fachada. “Es como si cada hoja que perdiera la
enredadera yo perdiera un poco de vida” dijo la niña. Y añadió
“temo que en este invierno cuando la planta pierda todas sus hojas
yo también perderé la vida”.
La dulce mamá intentaba tranquilizar a su hija diciendo que ya
faltaba poco para la primavera (apenas un mes) y que pronto la planta
volvería a estar repleta de hojas. Entre tanto para evitar tan
sombríos pensamientos de su hija le buscó ocupaciones. Un día bajó
a la niña la jardín donde veía toda la fachada de la casa de
enfrente. La enredadera estaba casi pelada.
En la casa vivía un famoso pintor desde cuya ventana saludó a la
niña. La madre había contactado con él para que le diese lecciones
con las que entretener a la niña.
Pocos días después la niña conoció al pintor que enseguida puso
tareas a la adolescente. Mandó dibujar rosas, árboles, plantas,
pájaros… Siempre eran cosas alegres y se iban usando distintos
elementos: carboncillos, lapiceros, ceras…
La niña no parecía entretenerse con nada. Se mareaba, apenas le
quedaban fuerzas siquiera para concentrarse. Entre tanto la
enredadera perdía hojas. Ya sólo contaba con tres: una casi al ras
del suelo, otra a media altura y otra muy cerca de la ventana donde
el pintor le saludó el primer día que le conoció.
La madre incansable animaba a su hija: “apenas queda ya una semana
para que llegue la primavera y todo volverá a florecer.
Un buen día el pintor anunció que se marchaba al extranjero a
exponer pero que dejaría suficiente tarea a su pupila. La enredadera
perdió la hoja que se encontraba casi a ras de suelo. La niña
desfallecían por momentos. Su madre incansable recordaba la
inminencia de la llegada de la primavera.
La niña casi no salía de la cama. Vio que la hoja del centro
también desapareció con una ráfaga de viento. Sólo quedaba una
hoja en toda la enredadera. La niña parecía entregarse a su
destino.
La madre volvió junto a su hija para intentar consolarla. Ya sólo
quedaba la hoja junto a la ventana del pintor. Era su último asidero
según su propia profecía.
Un día de esos llamaron a la puerta de la casa. Era la casera del
edificio de enfrente que llevaba una carta del extranjero para la
niña. Era del pintor. La madre se dispuso a leerla cuando la niña
observó que la hoja permanecía firme, pero que, además, la
enredadera parecía repleta de botones verdes; eran retoños. La
primavera había llegado y, en breve, cubriría de hojas toda la
planta.
Entre tanto la madre leía la carta donde se informaba que el pintor
se quedaría a vivir, un tiempo, fuera de casa; en el extranjero.
Pero decía a la niña que había hablado con la casera para que le
abriera su casa y pasase a por sus propios pinceles. Se los regalaba
para que siguiera progresando con ellos.
La niña alborozada pidió que la madre cumpliera con aquella
invitación. La casera abrió el piso del pintor y la niña recogió
los pinceles que estaban en un estudio junto la ventana desde la que
el pintor saludó a la niña la primera vez. Tomó los pinceles y vio
de reojo la hoja que seguía firme en la enredadera. Algo le llamó
la atención.
Abrió la ventana y estiró la mano hasta alcanzar la hoja. No era
natural: estaba pintada, con gran realismo, en la pared.
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