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lunes, abril 06, 2020

La tortuga charlatana y el palo

En esta maravillosa tierra en la que hemos tenido la suerte de nacer y hemos conseguido – entre todos -, el país que hoy tenemos, hubo un tiempo en que se llevaba la boca cerrada. No me refiero a llevar mascarilla como ahora. Me refiero a esa especia de bozal virtual que casi todos llevaban (más valía). Eran tiempos difíciles en que por la boca moría el pez (y el que se atrevía a disentir). Hoy los perros van con bozal, si son peligrosos, antes eran sus amos los que convenía que se lo aplicaran si iban a decir algo peligroso o inconveniente.

Ya se ha hablado de ello mucho desde las dos orillas. No voy a hacerlo yo. Lo que me llama la atención es que a algunos les gustaría volver a aquello.

Cada cuál tiene su opinión y el respeto a todas ellas debiera ser nuestro signo de identidad.

Uno creía que la democracia no era el gobierno de las mayorías sino, más bien, el respeto a las minorías. Claro que para eso tan difícil primero hay que saber lo que es el respeto. En los colegios hacen lo que pueden y suelen traducir “respeto” por “no molestar”. Casi todas las normas de respeto lo son de sociabilidad: “llamar a la puerta antes de entrar”, “levantar la mano y no hablar hasta que a uno se lo indican”, “no gritar, especialmente cerca de la oreja de aquel al que se le intenta hablar”…

O sea que lo de respetar debiera ser más profundo; empatizar algo más. Es verdad que las normas sociales ayudan a tener ciudadanos solidarios, pero también es cierto que se nos antoja que falta algo más de introspección. Nos dan pocos medios para conocernos a nosotros mismos. Y yo creo que lo que llamamos respeto se debe fundamentar en el propio conocimiento. De ese modo es más fácil reconocer (y tolerar - respetar) lo de los demás.

He leído, hace poco, un cuento popular de la India que me molesto en transcribir porque me resulta ilustrativo en esta reflexión. Vamos con el cuento.

Había, hace muchos años un rey que tenía el defecto de hablar demasiado. No se callaba ni debajo del agua.

El rey, charlatán hasta el desmayo, tenía un consejero preocupado por la situación y dispuesto a solucionar el asunto. Así es que pensó en narrarle un cuento con moraleja.

Una mañana encontró la ocasión cuando el monarca le mandó llamar para dar un paseo.

Le rey cuyo defecto, ya lo hemos dicho, era que hablaba por los codos, se paró junto a un estanque embelesado ante su hermosura. Pese a ponerse a parlotear, como siempre, el consejero encontró el momento para dirigirse a su monarca.

- Ayer me contaron una pequeña historia que me gustaría compartir con usted; una simple fábula. Pero creo que le puede gustar, dijo el consejero.

- Oh, muy bien, respondió el rey.

El consejero comenzó su relato:

Erase una vez una tortuga que vivía en un lago muy bonito, pero pequeño. Mientras fue chiquitita eso no tuvo importancia. Pero cuando se hizo mayor la falta de espacio empezó a ser un agobio. Con el tiempo, la falta de espacio hizo mella en su carácter.

Tras varios meses en la misma situación su suerte cambió inesperadamente con la visita de dos patos. A diferencia de la tortuga ambos estaban acostumbrados a viajar por todas partes. Los forasteros habían llegado volando y saludaron con alegría a la tortuga. Pidieron beber agua en el pequeño lago y les fue dado con mucha cortesía. Nunca había visto caras nuevas y ponto contó su tragedia a los patos.

- Este lugar es tan solitario que me temo acabar loca de remate, dijo la tortuga.

Lo cierto es que el pequeño lago parecía un charca de lo diminuto que era. De ese modo, los patos enseguida hicieron una propuesta a la tortuga.

- Ven con nosotros, le dijeron. Podemos llevarte. Detrás de aquellas montañas conocemos una laguna cien veces más grande que esta, con decenas de animales que se llevan bien y con los que puedes hablar.

A continuación, uno de los patos miró a su alrededor y vio un palo tirado en el suelo. Podía valer a su propósito. Le dijo a la tortuga:

- Sólo tienes que morder este palo y nosotros te llevamos sujetándolo por los extremos.

Dicho y hecho. Los patos emprendieron el vuelo no sin antes advertir a su nueva amiga de que no debía abrir la boca bajo ningún concepto o caería al vacío.

Todo transcurría según lo previsto hasta que, a mitad de camino, un campesino divisó al extraño trío. Quedó sorprendido y no pudo evitar una risotada.

- ¡Jamás había visto una escena tan ridícula!, dijo.

La tortuga, que tenía un oído finísimo, escuchó aquel comentario y se sintió ofendida. Así es que no pudo dejar de abrir la boca para contestar.

- ¿Y a ti qué te importa, pedazo de ignorante? Contestó.

Lo que pasó se lo pudo imaginar el rey. Al hablar, la tortuga abrió la boca y soltó el palo. Cayó al vacío y se dio un gran golpe del que sobrevivió pues cayó en una inmunda charca.

- ¿Se sabe cómo acabó la tortuga? Dijo el rey.

- Sí, si. Se salvó. Lo malo es que los patos, enfadados porque no había respetado la norma de no abrir la boca, no volvieron a por la tortuga; siguieron su camino, dijo el consejero. La tortuga se recuperó pero tuvo que conformarse con vivir en un legar peor, el resto de su vida. Contestó el consejero.

- Y todo por irse de la lengua, reflexionó el rey.

- Así es mi señor, añadió el consejero. Todo por irse de la lengua y hablar sin saber mantener cerrada la boca. Este relato nos muestra lo importante que es saber callar cuando corresponde. Quien habla de más suele acabar mal.

El cuento de la India acaba recordando que a partir de ese día, el monarca se esforzó por hablar menos y escuchar con mayor atención a los demás. Gracias a ese cambio se ganó la admiración de su pueblo.

Espero que nosotros saquemos nuestra propia conclusión. Yo por mi parte, si encuentro algún palo y lo muerdo, no lo pienso soltar para abrir la boca por nada, hasta que consiga ir volando a donde me he propuesto.

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editado por...Wladi Martín @ lunes, abril 06, 2020