Teoría cromática de la imbecilidad humana
Cuando se empieza a practicar (yudo, por ejemplo) se ata uno la chaqueta con una cinta o cinto de color blanco. Según se dice por ahí, ese color indica la pureza del que comienza… O sea, indica que no se tiene ni puñetera idea; pero lo blanco parece que indica pureza (ni idea, ni puta idea, ni pura idea, pura). Pero el cinturón, sea del color que sea, tiene la función de ceñir la chaqueta al cuerpo para que no estorbe (y que de paso no se nos vea la barriga).
Si seguimos por ese mismo hilo de razonamiento, el experto es el menos puro (que no el menos puto o puteado, aunque también podría ser). Es decir que de la virginal pureza de los comienzos ya no queda nada y, por eso, el cinturón se ha oscurecido hasta parecer negro.
Suelo explicar que los originales colores de cinturón en Japón (donde nació el yudo) vienen por un proceso lógico de pérdida de pureza. Allí sólo contemplan el blanco el marrón y el negro. Si se tiene en cuenta que se empieza con el blanco y que los cinturones no se lavan, es fácil colegir que acabará hecho una mierda el cinturón (si se usa, que algunos los dejan impolutos pues sólo se les ve en traje en fotos). Que se sepa el color de la mierda puede variar en función de la ingesta del ser vivo que la defeca. Más sólida y verdosa en los herbívoros, algo más pastosilla y rojiza en los carnívoros y de diferentes gamas de marrón en los omnívoros según predominen hamburguesas, chuches, tapitas de bar u otras sustancias. En estos casos, hablaremos del marrón pardo, en sus distintas gamas cromáticas. Y hete tú aquí que acabamos de llegar al segundo color de cinturón que existe en Japón para los yudocas: el marrón. De ahí se pasa al negro (más oscuro… más mierdoso o coriáceo). Y poco más. Bueno, aún hay más.
Bueno; luego vienen los colores más apetitosos. El rojo de la pasión, el rojo de la ira, el rojo de los que quedan pocos y los pocos que quedan se callan, sobre todo tras haber fallecido el luchador Marcelino Camacho; uno de los últimos rojos (de verdad).
Cuando se llevan muchos años con el cinturón hecho una mierda (negro) vuelve a seguir experimentando una transformación. Comienza a hacerse hilos y a desgastarse por las zonas en que entra en contacto sobre sí mismo con mayor roce o fricción (los nudos y la parte de la espalda que se roza –salvo los que se anudan al modo geisha, maricona o al estilo fajín de ejecutivo que juega al golf y se enrolla una toalla perfumada de algodón de rizo-). Como se ve, esos nudos no son clásicos y nunca llegarían al bicolor al uso por el proceso que ahora estamos explicando. Les faltaría alguna franja blanca.
Cuando un yudoca utiliza a diario su cinturón negro y lo somete a las exigencias de los entrenamientos duros (de randori, shiai… no de katas únicamente o de pase de modelo chachi que me acabo de comprar por doscientos pavos) se acaba desgastando. Y se desgasta e incluso deshilacha por ciertas zonas antes que por otras. Para colmo, el color negro (mierda) también empieza a sufrir una cierta oxidación y desgaste, de manera que deja de ser tan oscuro para buscar una especie de tono parduzco –otra vez- pero sin llegar a ser marrón (entre rojizo y anaranjado). Ese es el origen del blanco y rojo; cuando ya hasta la mierda se empieza a caer a cachos.
Yo me imagino, que por más que, en el origen, los grandes maestros a los que se les caía el cinturón a cachos, fuesen pobres de solemnidad, se acabarían comprando otro, nuevo, tarde o temprano. La adquisición vendría bien de motu propio, bien por colecta de sus amantes alumnos (“a ver si juntamos para un nuevo cinturón del sensei que está que se le cae a cachos”). Lo que no me queda claro es si en esa tardía reposición se opta por el cinturón original (tan transformado a estas alturas) o por el que se pretende debía ser el original. Me explico.
Yo tengo la teoría de que el gran maestro (léase anciano maestro) al llegar al noveno o décimo o quincuagésimo dan, si todavía se sujeta en pie y pisa tatamis, ya tiene el cinturón que ni sirve para atarse la chaqueta ni para hacer hilos. Es entonces cuando se opta por la reposición de tan totémica prenda. En el caso de que sea el venerable maestro el que optase por su reposición, recordando sus inicios, va y se compra un nuevo cinturón (blanco, claro está) y lo que hace es que se lo compra más ancho para que le dure más (sabido es que estos japoneses tienen una extraña forma de pensar y aún al asomarse al acantilado del fin de sus tiempos son capaces de extraños cálculos como si aquí no pasase nada). Este sería el origen del décimo dan que se puede simbolizar (si se quiere) con un cinturón blanco (de nuevo la pureza) pero más ancho. Lo del ancho, ya digo, debe de ser por ese sentimiento de comprar uno mejor para que no se quede con el paso del tiempo hecho una mierda como el anterior.
Entonces nos queda el origen del noveno dan (cinturón rojo). La explicación es bien sencilla. Reunidos los alumnos del anciano profesor y viendo que lleva un cinto cochambroso que ha perdido el color a franjas y hasta la esencia del tejido en otras franjas, se deciden a renovar esa importante prenda. Como no tienen noción del pasado remoto en que su líder comenzó su singladura por el mundo de las artes marciales (que se suelen llamar) tratan de valorar cómo sería ese cinturón antes de ser estrenado. Fijándose en las zonas menos desgastadas, adivinan unos tonos rojizos o anaranjados y corren al artesano fabricante de obis (cinturones japoneses) y le encargan uno de color rojo, pero brillante y vivo para que su maestro lo luzca con un chaval.
Así es que, de alguna manera, el reconocimiento de los estúpidos alumnos viene a ser todo un espaldarazo para el maestro (además de un pequeño ahorro), pero también lastra su carrera. Si le regalan el cinto rojo, no veas lo difícil que es conseguir el cinto Blanco –anchito- para llegar al décimo dan. Hay que esperar igual proceso escatológico antes descrito, pero ahora con el rojo brillante. Algunos se mueren por el camino los pobres.
Más colores
Esto de los colores es fascinante. Dicen que la mujer (cualquier mujer) está más preparada para ver colores que el hombre (cualquier hombre –salvo Boris Izaguirre y otros que los ven por todos los ojos; en profundidad; según me dicen por ahí).
Aún siendo ‘cortos de colores’ los hombres se empeñan en algunos de ellos. He visto tíos como rocas lloriqueando por el blanquirrojo (y no sólo del ‘atlético’ de turno). También he visto furibundas cerrazones a poner color. Vaya polémica con los yudoguis de colores, hace años. Algunos que se calzaron un yudogui de color (no precisamente blanco) hoy echas pestes de ellos. Incluso se critican en las Ligas, que es dónde se pueden ver mayormente, por parecer ridículos. A mí no me lo parecen más que los que cambian de opinión a la vuelta de un puñado de años. Es más, me sigue pareciendo práctico, para el que ve (el espectador) eso de distinguir a unos de otros por los colores de sus atuendos. ¡Ay si todos los coches de fórmula 1 corrieran sin pegatinas y del mismo color!
Pero debe de ser importante. A fin de cuentas el color viene a ser una ilusión que es capaz de materializarse en nuestra mente al captar unas y otras vibraciones (de ahí que la mujer, siempre más sensible, sea capaz de captar más colores). Es como si el color no existiese… más que cuándo lo interpretamos (tras un proceso de codificación).
En estos días de comienzo de curso, me han enchufado a dar clases (para ganarme mi sueldo) en el polideportivo de un colegio de Parla. Han hecho un pan como una ostia; ya lo avisé. En el colegio habían solicitado ayuda para sufragar las clases de karate y hasta indicaban el nombre del monitor. Por un problema burocrático me acabaron mandando a ese colegio a impartir clases de yudo en contra de mi consejo. La consecuencia es que se han cargado las clases de karate y, casi, las de yudo. ¿Qué por qué? Muy sencillo.
A los niños les dijeron que el yudo era lo mismo que el kárate y acudían al tatami a patadas (a patadas entre ellos, no en abundancia). Corté esa agresividad y pasé a lo mío. Pero los únicos que aparecían con kimono eran los antiguos karatecas y algunos ‘veteranos’ alumnos míos rescatados de las laminadas escuelas municipales. A los karatecas les advertía que no llevaban yudogui, pero que podíamos ser flexibles con eso. No obstante, los niños, bien asesorados por sus padres, además de seguir con su karategui, siguen, también, trayendo el cinturón blanco-amarillo o amarillo. Se les ha explicado que de yudo son blancos, pero… que si quieres arroz Catalina. ¡Cómo va a ser lo mismo el blanco que el amarillo o el naranja!
La pelea, queda claro, es por seguir con los designios del tótem; por ninguna otra cosa. Y resulta paradigmático. Los padres de estos chavalines (de entre 4 y 9 años de edad) han peleado por mantener a la vista un color que indica una experiencia (en nuestras escuelas, el blanco amarillo, indica que se ha pasado un curso entero practicando yudo). Pero los padres no pelearon por conservar al monitor de karate en el colegio cediendo ante la tentadora oferta municipal de llevar a un buen profesor de yudo gratuitamente (o a bajísimo coste para los padres).
Como colofón a estas lucubraciones cromáticas insistiremos en que también nuestro nuevo club lleva por nombre el de un color (si bien hemos disfrazado la nominación y hasta jugado con los dobles sentidos, como siempre nos ha gustado hacer con todo). Somos el WLAC – Yudo y, como decía un amigo mío, utilizaremos el color que nos dé la gana. Alguien nos explicó que con ese nombre tan sugerente quedarían estupendos los logos, escudos e imágenes corporativas en negro sobre blanco. Yo expliqué que quedarían muy pobres en blanco y negro. Se me oponía el razonamiento de que eso de ‘wlac’ (por el black inglés), no encajaba precisamente con el verde o con el amarillo, por ejemplo. Yo rechacé tales insinuaciones y aduje que nuestro WLAC sería mayormente rojo (de momento y porque nos da la gana). Y fue entonces cuando intervino mi amigo, que me suele llamar ‘el hippie del yudo’ –cosa que me encanta-, para decir: si Wladi dice que su ‘wlac’ es rojo, no le insistas que pondrá el rojo. O dijo sonriendo porque me conoce de hace muchos años; tantos que estoy pensando que igual lo dijo para que acabe adoptando el azul o el morado (eso de ir contracorriente… ¡qué complicado es, a veces!)
Por cierto, de qué color era el tatami del templo Eshoyi, donde comenzó Yigoro Kano sus enseñanzas del yudo. ¿Serían verdes como la mayoría de las de ahora? ¿Serían ‘wlac’?
Etiquetas: cristi, cristina carbonell, japon, judo, kano, opinion, reflexiones o así, wladi, wladiario, wlady, yudiario, yudo
2 Comentarios-
At 29/10/10 13:50,
José Arroyo said...
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At 29/10/10 13:51,
José Arroyo said...
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MUY BUENO WLADY, COMO SIEMPRE PROFUNDO E INTENSO, PARA CUANDO MÁS???
Muy bueno Wlady, como siempre profundo e intenso, además te hyace recapacitar y asentir en cada una de las frases.
Un saludo
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