El seboruco
Tengo algunos amigos cubanos. Gente magnífica que ya no vive en la
caribeña isla; consiguieron salir de ella. Recuerdo que dos
hermanos, Eduardo Carus y Humber Carús, se convirtieron en mi
adolescencia, en los hermanos que nunca tuve. Eran primos de una de
mis primeras novias, Coral Sánchez, con quien todavía mantengo
algún contacto lo mismo que con ellos. Tengo un recuerdo vago de un
episodio que sin embargo a ellos sí les atrapó. De hecho, hace
mucho tiempo me lo recordó Humber, el mayor. Así es que lo contaré
como pueda.
Un
buen día, llegó una carta en la que se requería a uno de los
hermanos, o a los dos – no me acuerdo -, a que hicieran en España
el servicio militar; todo un bombazo. No estaba previsto y por la
edad parecía que no tuvieran dicho compromiso, que ya había
prescrito.
No
obstante la carta parecía indicar un deber ineludible. Así es que
nos dirigimos a la dependencia militar correspondiente a ver si
aclarábamos aquello. A ver si podíamos hacer algo.
Creo
recordar que primero nos atendió una señorita, cosa poco común en
aquellos tiempos (una mujer en cosas del ejército). El caso es que
nos escuchó como si fuera un pez y al acabar nuestra alocución nos
dijo que no se podía hacer nada. Que quedaba bien clara la
obligación de cumplir con el servicio militar. Yo tomé el mando –
valga la expresión militar – y pedí hablar con alguien más
cualificado. Para mi sorpresa se me invitó a esperar y la señorita,
sin rechistar, desapareció para buscar a alguien. En seguida volvió
con un imponente capitán. Yo lo detecté enseguida pues hacía poco
que había acabado de cumplir con mi servicio militar y había
aprendido a distinguir las estrellas y los símbolos.
El
militar explicó que no había nada que hacer. Que la carta estaba
bien clara.
Yo
me identifiqué. Me dirigí al militar como “mi” capitán - muy
marcialmente -; y debí estar sembrado. ...Que para ellos sería un
honor cumplir con su obligación, que no se negaban pero que ayudaban
a su tía, viuda, que era quién les había conseguido sacar de un
país comunista a mantenerse a flote, etc. Gran parte era verdad y
gran parte impresionó al capitán, por mi aplomo (supongo). El caso
es que al acabar mi relato el militar dudó unos segundos, tras lo
cual tomó un sello lo estampó no sé dónde y nos extendió el
papel. Mis amigos quedaban libres de su compromiso. Así de fácil.
Recuerdo
cuando me lo contó Humber el mayor de los hermanos (a mi se me había
borrado de todo recuerdo). Nunca olvidaré la palabra que empleó
para referirse al capitán: seboruco. Viene en el diccionario de la
RAE, así es que invito, desde aquí, a consultarlo.
Mi
presencia y proverbial intervención fue crucial para mis amigos. De
otra forma los acontecimientos se hubieran sucedido de muy diferente
manera. De algo valió, creo yo, mi fugaz paso por la legión.
Con
todos los respetos diré que al rememorar el episodio me acuerdo de
la frase, del también idolatrado por mí, por esas fechas, Groucho
Marx:
“La
inteligencia militar es una contradicción en sus términos”.
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