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martes, mayo 13, 2008

El Guía del 'DO'

El camino de la flexibilidad se recorre mejor con guía


Creo que tenía yo 13 o 14 años cuando mi madre me llevó al gimnasio Samurai de la calle Juan Bravo. No nos pillaba cerca ni remotamente. Yo, por entonces, vivía en Caño Roto, que, con el tiempo, ha sido rebautizado en Los Cármenes. A mi me gusta seguir llamándolo por el nombre de Caño Roto, que es más rotundo, más sincero. Suena más a quinqui, a gitano, ‘adrea’, a peonza, guá y carrera de chapas. El caso es que tenía que coger lo que llamábamos ‘la camioneta’ y luego (desde Ópera) el Metro. Tras una hora de trayecto (que yo solía aprovechar para estudiar o hacer los deberes) llegaba a mi fiel cita con los amigos de yudo. Por entonces –hay que reconocerlo- mi deseo era el de reunirme con un fabuloso grupo de jóvenes del que me cupo el honor de formar parte. Estando, como estaba, a medio camino entre un hombre o un zangolotino, en esa primera etapa, quizás no me diera yo cuenta de la mucha influencia que sobre mi ejercía (aún sin él, ni yo, pretenderlo), mi profesor de yudo. Yo ya había tenido otro profesor (Antonio Recuero) a quien recuerdo con cariño y respeto. Fue mi primer contacto con el yudo y me enseñó algo tan importante como las caídas y a empezar a amar el yudo. Luego llegó Ortega y me enseñó todo lo demás; del yudo y de la vida como camino, como búsqueda, como doctrina, bandera, estilo, ideario…

Por eso ando reflexivo mirándome ya mucho más cascado (ha llovido desde aquellos tiempos… y eso que hemos pasado pertinaces sequías). Han pasado cerca de 35 años y puedo presumir de conocer a Rafael Ortega. Pero me cuidaré muy mucho de hacerlo. Sobre todo, tras días como el de hoy en que me ha vuelto a sorprender. Me ha vuelto a dejar con la boca abierta, yo que creía empezar a tener algunas certidumbres. ¡Pobre de mi!

Cada vez que Ortega desgrana una técnica de yudo es que la ha escrutado desde todos los ángulos, la ha vuelto del derecho y del revés, la ha metabolizado, la ha hecho suya. Pero, antes, hay que decir que algunos grandes yudocas hacen lo mismo; a su manera. Y es aquí donde quiero yo apuntar una diferencia. Ortega sabe hacer algo de zen cuando hace su estudio de yudo. Se vacía, se despoja de toda consideración, de toda apreciación previa; se libera… tanto de prejuicios, como de valoraciones. Creo que ese es su secreto. Un secreto que comparte a voces con quien quiera… lo que pasa es que hay mucha sordera por ahí. Esta especie de sublimación por la vía del vaciado es lo que hace encontrar la sustancia, la verdad. Por eso tiene algunos enfrentamientos con gente (¿sorda?) que descubre ‘su’ verdad y hace de ella ‘patrón ley’ (patrón oro), si se me permite la expresión. Claro que otros me dirán… “con lo lejos que me he ido yo para tener mis certezas, viene ahora éste…”

Recuerdo que no siempre hay que irse tan lejos para tener una certeza. De hecho, muchos viajan en el tiempo y en el espacio con ellas y, así les va: nunca cambian. Este es un tema importante pues hacen del ‘no cambiar’ un banderín, sin darse cuenta de que no es valor, sino tara. El que no cambia, no progresa; y el que no progresa, no interesa (sobre todo a los que vienen por detrás –a los jóvenes-, que son el futuro). El que sabe envejecer mediante el proceso de ‘vaciado’ que antes he aludido, y buscando la esencia, aunque ésta ponga en peligro esas certidumbres: ése, es un faro para el que viene detrás. Es un guía y, nosotros yudocas, debemos entender la importancia que eso tiene a la hora de seguir un camino (el de la flexibilidad, por ejemplo –el DO-).

Cuando he empezado recordando mis orígenes en esto del yudo, lo he hecho para ahora poder decir lo siguiente. Uno suele iniciarse en la práctica de un deporte o de una afición, en base a sus gustos, aptitudes, etc. Es decir, dependiendo de algo interno (el deseo). Pero, no es menos importante en esos inicios, algo externo como el entorno, el guía, el contexto social, las posibilidades… Un individuo con gran deseo de hacer yudo, que sólo tiene a su alcance el practicarlo en el colegio de su barrio, no tiene la culpa si le ha tocado un profesor mediocre. A mi me tocaba haber aprendido yudo en un entorno poco favorable, en un centro que acabó desapareciendo al poco de yo conocerlo. Luego, seguí a mi profesor que formó escuela en mi colegio, el JOYFE de la calle Bocarrrana, en pleno Carabanchel. Tampoco de allí salieron grandes yudocas y no sé si se llegó a formar algún cinturón negro; yo me marché con cinturón naranja y sin licencia para poder demostrarlo.

Quiero decir que, en la lotería de la vida me encontré con un billete que resultó premiado. Acabé en el legendario Gimnasio Samurai de la calle Juan Bravo. Allí, me volví a quedar sin profesor cuando Ortega se estableció por su cuenta y le suplió Rafael Hernando. Otra vez la fortuna vino a visitarme, cuando arrastraba los pies para ir a mis entrenamientos. Un compañero me comunicó lo que la dirección del gimnasio me había ocultado: todos se habían traslado al no menos legendario Gimnasio Banzai, donde hoy sigue al pie del cañón el incombustible Rafael Ortega.

Por todo lo dicho quiero hacer patente, aquí y ahora, mi respeto hacia todo aquel que practica yudo y no ha tenido un ‘guía’ de la clarividencia, sabiduría y salud –en el más extenso sentido de la palabra, incluido el mental-, como el que yo tengo. ¡Qué culpa tienen ellos! Pero también me gustaría explicar algo importante, si es que me llegan las palabras. Hay veces en que hay que mover el culo o callarse. Si uno, ya mayorcito, no puede desplazarse hasta el lugar en el que aprender yudo o decide que ya sabe mucho, lo mejor es que tenga un pelín de humildad. Vamos a respetar a los que año tras año enseñan en el primer día de clase una llave nueva que se llama ‘O-soto-gari’; y la enseñan lo mismo en la clase de adultos que en la de niños de cuatro años. Pero no nos hagan decir que eso es ‘cojonudo’, porque no lo es. Es aberrante y suena a antediluviano. Vamos a respetar a los que montan un entrenamiento de dos horas y lo resuelven con dos horas de randori –y poco más-, pretendiendo ser grandes maestros. Son entrenadores más o menos afortunados y ahí lo dejamos. Pero donde se nos agota el respeto es en el momento en que no lo vemos reflejado hacia nosotros. Algunos sordos no sólo no oyen, que ya es tristeza. Algunos sordos no escuchan y son los peores. Claro que alimentar una sordera no siempre es barato; los hay a los que se les tiene que pagar un viaje a países muy lejanos y no precisamente a las Bahamas.
En una ocasión, un ‘amiguete’ discrepaba de la efectividad del método Ortega amparándose en que no tenía mérito. Explicaba, ese ‘amiguete’, que es fácil tener un método cuando se ha tenido la suerte de entrar en colegios con abundancia de alumnos y cosas por el estilo. Lo decía como si fuera cosa de magia eso de llegar a los sitios en que florecen los alumnos. Seguramente ese ‘amiguete’ tenía su razón, su certidumbre, que decíamos antes. Claro que ese ‘amiguete’ tiene un gimnasio que a duras penas subsiste, con no más de tres docenas de yudocas (si llega). Sólo en una de las clases de yudo recreativo del club de Ortega ya hay esa misma cantidad de alumnos. Y todos y cada uno de los días lo que explica Ortega es yudo (yudo del bueno). Todavía no ha llegado la ocasión en que reparta regalos para que no se ‘desapunten’ sus alumnos. ¡Ah! y, por cierto, las clases las imparte el propio Rafael Ortega en persona.

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editado por...Wladi Martín @ martes, mayo 13, 2008

2 Comentarios

At 10/2/09 23:22, Blogger Unknown said...

no entiendo bien tu comentario sobre Rafael Hernando "que te volviste a quedar sin profesor". Yo he dado clase con el desde los 8 años hasta los 20 en el gimnasio sugata y era un gran maestro.
gracias

 
At 11/2/09 07:15, Blogger Wladi Martín said...

Debía haber dicho que me quedé sin 'mi' profesor. De todas maneras, siendo un gran maestro Rafael Hernando, a mí no me acogió con los brazos abiertos y me lo hizo pasar regular.

 

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