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sábado, julio 21, 2012

La montaña, la quietud, la belleza efímera de la flor


Cuando salgo al campo y paseo, el campo viene a mí, en mi auxilio. Cuando voy al campo es porque estoy ocioso. Cuando estoy ocioso veo la montaña. Si estoy ocupado la montaña me ve a mí. A veces, ni estoy ocioso ni tengo ocupación alguna. Entonces la montaña no está. No hay montaña. ¿Dónde estoy yo?



Una vida sin montaña es plana. Tiene sus ventajas. La ilusión es la de caminar sin trabas. Sin embargo es la montaña la que mueve mis pasos. Sin ella, para qué caminar. La llanura se aparece sin límites. Es mentira. Tal vez los límites no estén en la llanura. También la montaña engaña, pero jamás dice mentiras.

Me he comprado unas gafas para cuando quiera ver bien. Suele ser al revés. Se provee uno de lentes cuando ve mal. ¿Y qué decir de mirar mal? Para eso no hacen falta gafas. Tampoco para mirar mejor. Basta con el deseo. Tal vez con la voluntad. Los ojos son simples ventanas del corazón.

Me voy a llevar mis gafas a la montaña.

Incluso cuando florece, el árbol encierra algo de tristeza. Tal vez sabe de la levedad de la belleza que alberga. Llegará una simple brisa. Se llevará cada pétalo de cada flor. Belleza efímera. Hay algo más lindo y efímero que un pétalo meciéndose en el aire. ¿Una mirada cálida y honesta?

Algunos de los más grandes guerreros samurai colocaban las flores con precisión. Dominaban el ikebana (arreglo floral) también llamado ka-do (camino de las flores). Decían de la similitud entre su arte y el del manejo de la espada. El poeta japonés Matsu Basho (1644-1694), escribió: “Todos los que logran sobresalir en el arte poseen una cosa en común: una mente en comunión con la naturaleza a lo largo de las estaciones. Todo lo que ve una mente así es una flor y todo lo que una mente así sueña es la luna”.

En el arreglo floral, como en la lucha armado de katana, el paso del tiempo es singular; muy presente. El hecho de que las obras de ikebana sean efímeras, debido al material que se maneja, lo convierte en un acto de reflexión sobre el paso del tiempo. Algo de eso sabe el samurai enfrentado al rival, katana en ristre.


Leo las aventuras de Miyamoto Musashi de Eiji Yoshikawa. Me divierto. Esperaba más profundidad, como cuando leo a Oe, a Kawabata, a Mishima o al más moderno Murakami. Nada que ver. Es más una especie de mezcla entre Lo que el viento se llevó
y las novelas de Laura Joh Rowland con su “samurai-detective” Sano Ichiro. Pero vuelve a sorprenderme la cultura del reposo. La calma ante la adversidad.

En un pasaje del tercer libro de que consta la serie, Musashi –personaje histórico y real- se enfrenta a un avezado espadachín. Antes de cruzar armas reflexiona un instante y nota que su adversario le supera en técnica. Fruto de su observación descubre indicios de la depurada y exquisita manera en que su oponente empuña la katana, la solidez de su posición defensiva, las indefinas posibilidades que desde ella tiene para atacar. Él no está a la altura, pero no se arredra. Sólo piensa en no cometer errores, en no precipitarse. Musashi, el más grande de todos los samurai, acaba creando desazón en su enemigo, le acaba inquietando, precisamente por su quietud. ¡Paradoja! Es de ese modo como consigue superar a un rival mejor capacitado. Buena lección.

La montaña quieta es montaña. El hombre quieto no es hombre; tampoco montaña. Pero falta algo de montaña en el hombre que quiere vencer sus dificultades. ¡Que la montaña nos siga mirando! …aún cuando no estemos ocupados.

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editado por...Wladi Martín @ sábado, julio 21, 2012