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sábado, marzo 22, 2014

Caño Roto





Era 19 de marzo; era San José. La mañana estaba soleada y mi moto dormitaba bajo el balcón. Estaba reparada una vez más, tras haberla vuelto a dar por perdida semanas atrás. Había recados que hacer. Y qué mejor que hacerlos en moto, a lomos del corcel mecánico a cuya grupa parece estirarse el tiempo. Ese tiempo con el que medimos nuestra existencia, con el que calculamos lo que nos queda de viaje.

Era el Día del Padre; era el día de los padres. De los que se fueron también. Y había un recuerdo presente en ese sentido. Un recuerdo del que no hace falta hablar porque todos lo tienen. Todos los que lo tienen que tener. Y como estaba la cosa de recuerdos, casi sin darme cuenta acabé subiendo por la ermita del santo, junto al Parque de San Isidro, hacia lo que siempre llamé Caño Roto. Lo llamé, lo recuerdo con ese nombre y todos los del barrio así lo llamábamos. Monchi, “El Muso”, Alfonsito Guardia… y también Nieves, Pili e Inés; las bellas Nieves, Pili e Inés.

Era la hora de comer y me acerqué al Bar Rodríguez, que ya no existe. Junto al local cerrado del que fue el bar al que me refiero, ahora hay un mesón en lo que antes fueron billares. Ha cogido el nombre de la calle que nunca tuvo nombre, al menos en mi infancia de peonza y gua con canicas. De hecho yo vivía en el 1432 de Caño Roto… ¡punto! Así llegaban las cartas. Ahora la calle se llama Gallur y el barrio Los Cármenes. Pero sigue habiendo rosales en las callejuelas en cuesta por las que no pueden circular los coches.

Tampoco estaba la panadería junto a los billares reconvertidos en mesón Gallur. Mi primo Rayito, hijo de torero y bailarina, se apropió sin pago de un bollo en mi presencia haciendo crujir en mi interior las moralinas inculcadas por mis adultos. “Eso no se hace”, pero mi primo, campeón a m is ojos, sí que fue capaz de hacerlo y, con ello, de demostrar que se puede uno enfrentar a todo, aún siendo un niño. Aprendí de aquello, en un instante, más que en un muchos años yendo al Joyfe, que era el colegio del barrio; primero en la plaza de Los Cármenes y luego en la calle Bocarrana.

Pedí una caña y un montado de beicon. No había mucho donde elegir. Salí a la terraza a otear el panorama. Sigue habiendo pedernal por el suelo, pero donde ahora estacionan los coches antes jugábamos al rescate, al pídola –que nosotros llamábamos dola- y parece haber menguado. Lo recordaba muy grande, como el descampado de enfrente que mi tío Pepito bautizó con el becqueriano nombre de Monte Pelado. El descampado ya no es tal y se ha cubierto de instalaciones deportivas donde antes florecían, siempre puntuales, las amapolas, rojas como la sangre. Tampoco están las chabolas que se asomaban a la cima del Monte Pelado.

En algún momento pensé que podría tropezarme con alguno de mis conocidos del barrio, con alguno de mis recuerdos. Hice un pequeño cálculo y me angustié. Demasiado tiempo. La vida se escapa en pequeños tragos, cada uno de ellos de cinco  segundos, o en grandes tragos, de cinco lustros. A veces en el trago nos llevamos recuerdos, personas, un pedazo de nosotros mismos, hasta alguno de nuestros valores. Eso es lo malo, tragarte tus convicciones y encontrarte delante de la ventana de la que fue tu habitación sin saber por qué te fuiste, dónde has estado y, sobre todo, por qué has vuelto. ¿Qué cojones hago yo aquí un Día del Padre mirando como un pasmarote la ventana de la habitación de mi infancia?

Preguntas que se asoman a nuestra existencia y, por tanto, pueden pasar por existenciales, hay que resolverlas con simpleza: comerme un bocata para irme a trabajar. Como si fuera lo más normal del mundo.

Un cafetito y a tirar para delante como si todo fuera rutinario, cuando poco menos que se ha vivido un viaje astral. Paso la comisaría –más recuerdos de peleas y violencia-, rodeo la glorieta y subo hacia la Vía Carpetana por Virgen de Valvanera; más recuerdos al ver que el cine Kursal es ahora un LIDL y el Canadá se ha reconvertido en salones de bodas. Ya nunca podré volver a descubrir en sesión doble a Woody Allen y a Jacques Tati. Fui su “descubridor” en Caño Roto y pronto el adalid del cineasta neoyorquino así como su primer fan. Tengo un autógrafo.

Al llegar al Hospital Militar tiré por Nuestra Señora de Fátima y pasé cerca de la Colonia de la Prensa donde también viví unos años con mi madre y mis hermanas; y con dos pintorescos perros: Chusqui y Boby. Antes todos los perros eran Bobi y las perras Laika.

Tras cruzar la Vía Lusitana seguí hacia el sur.  Mi destino: Parla. Pero al pasar por Getafe me acordé de que mi padre acudiría el Conservatorio a dar una charla. Al menos pasar a saludarle y felicitar el día…

Acudió con antelación, como yo había previsto, y eso me dio ocasión a charlar un rato con él antes de despedirme para llegar puntual a mi destino. Se alegró de verme, sorprendido, y yo también. Pero al salir, una calle estaba cortada y hube de dar vueltas quedándome sin margen alguno. De manera que por primera vez en todo el curso y en mucho tiempo, llegué unos minutos tarde a mi trabajo.

Curioso lo de encontrar cortada una calle por la que tiempo atrás se transitaba y quedarse sin tiempo para llegar a lo que le supone a uno su rutina.


Días después sigo pasmado contemplando la foto que tomé desde la terraza del Mesón Gallur. ¿Qué cojones hago yo aquí mirando como un pasmarote la ventana de la habitación de mi infancia?

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editado por...Wladi Martín @ sábado, marzo 22, 2014

1 Comentarios

At 26/6/18 01:29, Anonymous Anónimo said...

A mi me pasa lo mismo. un saludo, vivo unos metros más arriba.

 

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